viernes, 4 de septiembre de 2015

EL ESCORPIÓN Y LA RATA

Anfitrión:Doctor Mortis




                                  La Selección
             
                                   del
             
            Siniestro Doctor Mortis







Yo, Mortis, traigo para ustedes  un relato original de  un colaborador de esta sección.
¿Qué  culturas  extrañas y hasta humosas se  esconden  en las  grietas  y recovecos del sinuoso río Mapocho? ¿Qué  palabras  pueden sustentar tanta oscura fidelidad, tanta esperanza enferma? Espero el siguiente relato sea de su agrado.

EL ESCORPIÓN  Y  LA  RATA


            1
             Hace tiempo, cuando era un sabelotodo universitario, me decidí hacer para mi clase de sociología, un estudio sobre los extraños mensajes que se pueden notar en los diques del río Mapocho, a la altura de la Quinta Normal. Extraño tema sin duda, más aún, ya que al parecer yo era el único que los había notado. Mis compañeros y profesores jamás habían reparado en ellos. Por un lado me pareció muy conveniente, pues tenía la ocasión de averiguar sobre un tema del que nadie había tratado. Tenía delante de mí la oportunidad de hacer historia ya desde estudiante. Pero también  me asustaba acercarme a lo desconocido. Luego de algunas dilaciones, pretextos y falsas responsabilidades, mi ambición pudo más y me lancé a esta búsqueda de aquellos verdaderos “misterios urbanos”.
           
            Cada cultura, cada población tiene sus propios mitología. Esto constituye una constante en la naturaleza humana al momento de dar explicaciones a fenómenos que no tenemos ni más ni menos ganas de averiguar. No pocas veces, el “monstruo” legendario con el que nos topamos no pasa de ser la locura de un borracho aumentada por la aburrida imaginación de los lugareños, o con la espantosa realidad de muertes y venganzas, que es necesario dar una motivación sobrenatural para no aceptar que todo el despliegue de terror y demencia, tiene exclusivamente su origen en la naturaleza humana.  Lo que por mi parte encontré buscando en el río no fue peor, pero sí muy perturbador.

            Los mensajes a los que me refiero eran raras rúbricas que fueron evolucionando al paso de los años. Desde muy niño, cada vez que visitaba a una querida y gentil tía, la movilización se daba un amplio recorrido junto al Mapocho. Me percaté cómo los colores de las leyendas cambiaban. Las letras se distinguían, los materiales, incluso, me daba cuenta, no eran los mismos. Avanzaban en calidad según mejoraba las posibilidades del mismo mercado donde, sin duda, se conseguían los insumos para escribirlos. En efecto, al principio eran simples símbolos, muy grandes, pintados seguramente con cal. Luego se hicieron más específicos, representando formas de animales. Cambió el material, al óleo, sin duda, porque la pintura resistía la lluvia y a veces hasta las subidas del río santiaguino. Ahora son claros graffiti, con inscripciones y acertijos de hermético significado. Si el artista no era el mismo, sí lo era el contenido. Por ejemplo, cuando apenas tenía doce años, la inscripción que más me estremeció fue:

“Beberemos de sus lágrimas
Lavaremos nuestras alas con su sangre.
Coman y beban
Que mañana los haremos morir”.
           
Entonces nadie me supo dar una respuesta satisfactoria, o por lo menos seria.

Recuerdo lo que dijo mi abuela:
- No se preocupe por eso, m’hijito, si son los comunistas.
Mi madre, también consultada, se fijó también en algún momento de su juventud ya que no pudo más que decirme:
- Son los coléricos.
            Algunos que he consultado estos últimos días, con la misma indiferencia, han  llegado a  decir:
            - Pero si son los de “La Garra Blanca” haciéndose los agresivos con “Los de Abajo”.

            En fin, me las arreglé para encontrar el origen de los mensajes. Pasé tres noches muy complicadas, haciéndole el quite a los vendedores de droga, a los travestis y a los asaltantes, hasta que pude hallar una verdadera pesadilla hecha realidad. Una cultura dentro de la que no tenía lugar, por supuesto, pero con la que pude comunicarme, que compartieran su historia. Luego, se perdieron para siempre en la oscuridad insistente de los puentes y los diques del Mapocho.


2
            ¿Cómo los conocí? Puedo asegurarles que no fui yo, más bien ellos quienes me encontraron. Y ellos accedieron a darse a conocer. Entienden demasiado bien el río como para ser vistos, olidos, o siquiera presentidos.

            Recuerdo muy bien que fue, como ya he dicho, la tercera noche de mi búsqueda. Estaba de pie mirando una de las inscripciones, fumando mi cuarto cigarrillo, como a eso de las tres de la mañana, cuando uno de ellos, muy pequeño,  se me acercó sin que lo pudiera en lo más mínimo escuchar.

            - ¿Eres tú “él”?- me preguntó erguido, sin miedo, con una mirada tan sencilla como pertinaz. No podría describirlo, apenas como de ocho años, muy delgado, y totalmente cubierto de barro seco.  Dado mi silencio volvió a preguntarme - ¿Eres tú “él”?
            - Me temo que no-respondí sinceramente.
            - Entonces ¿qué haces aquí?
            - Trato de averiguar quién ha hecho estas inscripciones y qué significan.

            El niño me miró con algo semejante a la mezcla que podría resultar entre pena y desprecio.

            - Tienes razón, no eres él. De serlo sabrías perfectamente de qué se trata.

            De inmediato me sorprendió el exacto lenguaje del chico

            - ¿Tú sabes lo que estos dichos quieren decir?
            - ¡Por supuesto que lo sé! Yo mismo ayudé a escribirlos. Todos aquí sabemos su oculto mensaje. Desde chicos que el Hermano nos enseña. Nos dice que debemos ser mejores que los de la ciudad. Como hijos del río debemos ser más que ustedes.  – Hizo una pausa y se me quedó mirando con más detención- Pero parece que tú eres diferente a los hijos de la ciudad. Has sabido ver. Tal vez sea mejor que te lleve con el Hermano. No temas. Él responderá tus preguntas.

            La autoridad con la que  habló el chico me hizo seguirlo sin el menor titubeo.
           
            Caminamos por varios minutos por la cuenca del Mapocho. Es increíble la cantidad de sitios extraños que uno puede encontrar justo ahí, al lado mismo de tu casa. Es sorprendente que verdaderas culturas, con una complejidad insospechada puedan formarse en la precariedad de esas condiciones. Sin ir más lejos, cuando ya nos quedaba poco para llegar, según me lo hizo saber Juan, que así se llamaba mi guía, pude ver unas fogatas que recorrían por casi medio kilómetro la orilla norte del río.
           
            - ¿Qué es eso, Juan? –le pregunté.
            - No te acerques a ellos. Ni ahora ni nunca. Son los parásitos, lo último de tu raza, hijo de la ciudad. Se han formado de la más baja especie. No tienen nombres, ni líder, ni sentido. Sólo comen y duermen.  Hace tiempo que dejaron de ser incluso humanos. No te acerques nunca a ellos. Ni siquiera los mires.
           
            Y así lo hice.
           
            Por fortuna para mis cansados pies y mi inadaptado cuerpo, llegamos a la,  digamos, aldea de Juan. Allí fue recibido con mucha frialdad. Eran niños de diversas edades, de diversos aspectos y con una mirada tan insolentemente superior como la de mi guía. Era una organización a la orilla del río, cualquiera, de lejos, los  habría confundido con niños exploradores de campamento.
           
            No pude ingresar al grupo. Juan me dejó, diríamos, afuera, mientras se comunicaba con el Hermano.  Al cabo de unos minutos me hizo señales para que me acercara. Se encendió una fogata, se pusieron alrededor de ella, me invitaron, a sentarme con ellos. El jefe del grupo no  era más que otro chiquillo como de trece años. Se sentó  sobre un cajón de tomates desde donde me habló:
           
            - Juan dice que tú sabes ver ¿Qué quieres?
            - Deseo conocer el significado de las inscripciones que hay en los diques del Mapocho.
            -Te refieres al río. Más respeto cuando hablas de padre de alguien.
           
            Todos murmuraron, pero ante los gestos del líder, guardaron silencio.
           
            - Sólo porque has visto has creído en nosotros. Dijiste “hay sombra en torno a la luz, debe haber un cuerpo que la resista”. Y olvidándote de la luz, buscaste en la sombra. Y allí, precisamente nos hallaste.  ¿Quieres saber? Yo te contaré. No temo decirte, pues nadie podrá escuchar, excepto quien nos busque. Y nadie nos verá, excepto quien sepa ver.


3
           
            Los niños se prepararon para escuchar. Yo también. Y la verdad es que lo que me contaron los niños fue muy, muy extraño. Trataré de reproducirlo como ellos mismos me lo hicieron saber y también de cómo me lo hicieron sentir. Desde ya les aseguro que han dejado una increíble huella en mi corazón.

- “Cuando lo que tú llamas Mapocho era sólo un río, cuando era libre, nosotros, los antiguos, vivíamos de su bondad y la de la ciudad y sus hijos. Todo lo que para ellos era desperdicio, para nosotros era alimento, rica comida. Las lluvias nunca nos mojaron, el río nunca nos llevó, el calor nunca nos secó. Éramos amigos de todos, porque habíamos renunciado a la ciudad. Estábamos solos, porque la soledad era nuestra fuerza. Nuestra fortaleza era que no teníamos ninguno de los vicios, ni oficios ni beneficios de la ciudad. Éramos solamente el río y nosotros.          Nosotros salimos del río, desde siempre el río estuvo aquí, así que desde siempre nos hemos visto aquí. Teníamos lo que necesitábamos. El río nos lo daba. El río era nuestro amoroso padre.

Pero un día el río cambió, la ciudad cambió. El cielo cambió. El aire cambió y, por desgracia, nosotros también cambiamos, aunque no queríamos cambiar. El río se hizo negro. La ciudad atrapó al río en una casa de piedra. Nosotros tratamos de luchar, de liberar al  río, muchos hombres de la ciudad murieron; hoy día están olvidados, todos están olvidados. Y nosotros los recordaremos con burla y con risas, porque fue en esa lucha cuando conocidos la potencia de nuestras manos. Trataron de cazarnos, como si fuéramos animales, como al perro, o al pájaro. El río nos escondía en sus oscuras aguas, así huimos, y así sobrevivimos.
           
            No obstante, ya no traía alimento el río. Como la ciudad no pudo atraparnos, hicieron la guerra directamente contra nuestro padre. Sus aguas, antes sanadoras, ahora enfermaban, muchos murieron. El río enfermó, nosotros enfermamos. La ciudad parecía haber ganado. Muchos tuvimos que salir del río y aparecer en la ciudad; algunos nunca volvieron, fueron convencidos por la muerte. Les nubló la razón la terquedad de la piedra que envuelve toda la ciudad. La ciudad está muerta y no lo sabe. Algunos fueron apresados, fueron llevados a escuelas, a cárceles, a hospitales, lugares tristes de obediencia, lugares sin voz, sin luz. Nunca más se supo de ellos.
           
            Las lluvias y el calor empezaron a vencernos.  No contábamos con la protección del río. El río estaba muerto, vivo, pero muerto. No podíamos ya confiar en el río. Quedábamos pocos, no más de cien, nosotros que llegamos a quinientos, ahora apenas podíamos abrigarnos, no podíamos reconocernos.
           
            Moríamos, y nadie tomaba nuestro lugar. Las orillas estaban vacías, el canto ya no subía hasta la madre luna. Deseábamos volver a nuestro primer hogar. Pero madre luna ya estaba lejos, muy lejos. El padre río estaba muerto. Y nosotros también moríamos. La ciudad nos llamaba con sus ruidosas canciones, no embrujaba con sus luces muertas, nos obligaba a acercarnos cada día un poco más, porque el hambre y el frío eran mucho, y. nosotros ya no éramos muchos. Nos quedábamos mudos, mirándonos unos a otros; algunos lloraban, otros se dormían porque no querían oír. Otros pensábamos ¿qué sucederá? Era muy difícil, muy doloroso ¿Habría  ganado la  ciudad?
           
            Entonces llegó él.


4
           
            Apareció cuando la lluvia nos tenía al borde de la extinción. Ese año fue especialmente cruel. El río, sin embargo, parecía revivir a momentos. Y estábamos siempre allí, esperando a ver si lograba deshacerse de la peste que la ciudad le había contagiado. Sin embargo, la cárcel era eficaz, la piedra era demasiado dura, insensible. No había manera de curarlo o de liberarlo.
           
            Él nos enseñó cómo vivir. No era de nosotros, pero vino a nosotros. Salió de la ciudad, pero no era de la ciudad. Traía el conocimiento de la ciudad y lo compartió con nosotros. No tuvimos que huir, ni traicionar al río. ¡Ah, cuánta fuerza había en su palabra! ¡Cuánta decisión en sus acciones! Él nos dijo que no debíamos caer en la tristeza, que nuestro destino era seguir el infinito cauce del río. Nos abrió nuevas rutas sin apartarnos de nuestra tradición. Fue capaz de hacer que tomáramos lo nuestro y lo lleváramos a otros lados.

Sus ojos tenían el brillo de una sensatez demasiado loca para ser descubierta; tenía una mirada profunda, irresistible, totalmente lúcida. Ese brillo nos convenció y decidimos escucharlo. Y al escucharlo, aprendimos de él muchas cosas. Sus palabras nos recordaron al antiguo río, cuando éste fluía libre, fuerte, sano, transparente hacia el más allá de las montañas. Él nos habló de poder. De un poder novedoso, importante, más resistente que el de las armas; uno que se asienta en la ignorancia de la ciudad y de sus hijos. Nos enseñó a ser invisibles, a estar ahí sin ser notados. A ser parte de todo, y tan del todo, que nadie puede recordarnos exactamente. Estábamos en la lluvia, y no éramos lluvia; aparecimos en el parque, pero no éramos el parque; podíamos entrar en las casas, pero no éramos las casas. Podíamos estar en todos lados, pero no éramos del todo. Porque nuestra miseria nos expulsaba de la memoria, nos anulaba de los ojos, oídos y manos de la ciudad. Allí estábamos, comiendo su basura, oliendo su suciedad, devorando a sus animales. Nosotros estábamos allí, sin ser de allí.
           
            Él nos dijo que la ciudad estaba condenada a desaparecer. Tarde o temprano se terminaría absorbiendo a sí misma, anulando a sí misma. Y ya que nosotros no éramos de la ciudad, sobreviviríamos a todo el horror de su propia destrucción. Nos advirtió que muchos de nosotros tal vez moriríamos en semejante cataclismo, no obstante, la mayoría, y otros más, tomaríamos nuestro lugar en la tierra como hijos del río. Porque el río siempre triunfaría. Aunque ahora no brille, no cante, no sueñe.
           
            Él nos enseñó una canción. Debíamos enseñarla a los nuevos, porque no teníamos más fuerza que ser capaces de dar a otros lo que teníamos. Una canción llena de una sombría verdad. Cuando la cantamos un fuego repleto de infinito remece el sérico fondo de nuestro espíritu. Ahora la compartiremos contigo.
           
            Y por primera vez, alguien que no era hijo del río escuchó el himno de esta cultura misteriosa y escondida:


“En medio de la tiniebla
Caminando sobre el agua,
En el instante  preciso
Que se  besan noche y alba
Despiertan los vivos ojos
Allí se encuentran de nuevo
Luz y sombra, cara a cara,
Allí despiertan de nuevo
El escorpión y la rata.
No temas a los rincones
Que los vence tu palabra;
No temas a su reflejo
Tu sombra los desbarata.
Tus manos tienen la fuerza,
El filo de gruesa de espada;
Tus ojos tienen la ira
Del escorpión y la rata.
De nosotros, nunca supo
La ciudad que se arrebata;
Pues nosotros no bebimos
De sus lágrimas amargas;
La ciudad no nos asusta,
Su veneno ya no mata;
Tenemos la fortaleza
Del escorpión y la rata.
¡Ven, ciudad, porque tu sangre
Limpia nuestras nobles alas!
¡Ven, porque tu justo llanto
Nuestra justa sed apaga!
Hemos vencido en la lucha,
No hemos perdido la calma;
Hemos seguido el ejemplo
Del escorpión y la rata

Todos callaron. Una tristeza valerosa surgía de ese acto de soberbia infinita sobre un enemigo aparente mucho más fuerte.
            
             El Hermano prosiguió con su relato:

-Entonces él partió. Dijo que algún regresaría, antes de la muerte de la ciudad. Por eso cuando Juan te vio interesado en nuestros mensajes, pensó que eras él. Sabemos que nos vigila, que nos prueba. Los mensajes son una forma para hacerle ver que sus enseñanzas están profundamente arraigadas en nuestro corazón. Y que no hemos perdido absolutamente nada de la fuerza que alguna vez nos transmitió. Por eso conservamos sus palabras, su forma de hablar, la oscuridad de sus relatos en nuestros oídos llenos de ansiosa necesidad.
           
            Luego se despidieron de mí, Juan me llevó de nuevo al lugar donde lo encontré. No aceptó ni dinero ni comida, sólo las gracias.
           
            Está claro que nunca más supe de ellos. Yo mismo a nadie le he hablado de esto, y por cierto, no presenté el trabajo en la universidad. 
           

            Por ahora su amargura tan arraigada pelea siempre con mi mediocridad burguesa. Ellos, allí, se han ganado un lugar gracias a una esperanza tan imposible como la que puede despertar cualquier religión. Pero tienen una profecía, una palabra que les fue dicha y que ellos han creído. No sé hace cuánto tiempo él vino a ellos, pero creo que las generaciones que se han sucedido van más allá de las que me atrevo a imaginar. Lo único que tengo claro es que estoy perdido en una ciudad cuya destrucción está vaticinada, y cuya naturaleza es esencialmente perversa. Han pasado algunos años y no tengo mayores claridades. Sólo sé… que los mensajes, siguen ahí.

3 comentarios:

  1. ¡Espectacular el cuento, compadre! No sabes cómo me atrapó desde el principio y lo único que deseaba era saber cuál era el misterio detrás de todo. Está muy bien escrito y narrado de una manera tal, que se lee de un tirón. Las palabras se me hacen pocas para expresar mi admiración; lo único que te puedo decir, es que me lo imagino en formato de cómic y sería genial, lo mismo que compilado en un libro de bella edición, junto a otros cuentos de similar calibre.

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    1. Muchas Gracias, amigo mío, ya sabes que tu opinión es muy importante para mí, además que eres un asiduo visitante de este lugar misterioso que es la Quinta Anormal. ¡Solo Dios sabe qué nos depara el futuro! Espero aumentar la calidad en las siguientes entregas.
      Hasta pronto.

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  2. Excelente relato, mi estimado amigo. No sabes cómo se conecta con mi actual estado de ánimo y mi relación de amor y odio, más odio últimamente, con esta ciudad. Para mi, tu cuento es de terror cósmico. Un abrazo!

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