Anfitrión: Dr. Mortis |
LA CAPILLA CERCANA
AL CEMENTERIO
La siguiente historia fue escrita hace años por el colaborador Esteban Ramos. Para los amantes de la isla grande de Chiloé, en el sur de Chile, estamos seguros, tal como nos pasó por acá, que reconocerán los lugares mencionados y, tal vez, ubiquen la capilla que aquí se señala. Esperamos que sea de su agrado.
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Soy un convencido que la inocencia puede salvar vidas. Sólo hay que ver a los muchos niños que
juegan con peligrosas alimañas, o la experiencia de personas que ignorantes de
algún terrible peligro, pudieron sortearlo con éxito. La inocencia fue el estado con el que el
Padre Eterno adornó a su criatura el hombre, quien al ser lanzado contra la
temerosa y ambiciosa conciencia, se encontró, incitado por el demonio, exiliado
del Paraíso y arrojado hacia una forma de vida llena de terrores e
inseguridades. El miedo mata y también
enloquece. De haber tenido yo mismo la
conciencia exacta de lo que estaba viviendo hace no más de diez años, de poseer
una minúscula proporción del evento sobrenatural en el que por el azar me hallé
envuelto, estoy seguro que habría perdido el juicio, sino la vida en ese mismo
instante.
No soy un eximio narrador, así que espero disculpen las
numerosas imperfecciones de mi relato, la disciplina a la que pertenezco se
basa en números y medidas, que no sirven para comunicar a ustedes los
pormenores de mi extraña anécdota.
Perdonen, pues, mi brusquedad, brevedad o falta de talento excesivas.
Como dije, hace diez años dejé mis obligaciones laborales y
sociales, para lanzarme a un sueño largamente acariciado: Conocer lo mejor
posible, de a pie, sin más cobijo que mi carpa, y sin más sustento que el que
la gente quisiera compartirme, la bellísima Isla grande de Chiloé. ¡Cuánta belleza podía recordar de la vez que
en mi tierna infancia, mi familia se vino por unos días, de vacaciones, a
lugares tan puros y prístinos como los de este Edén en el sur de Chile. La añoranza invencible por ese verde
infinito, amigo del hombre, célula de vida, año tras año, crecía en mi alma
como un árbol de raíces profundas y fuertes.
Yo no tenía muy claro cómo ni cuándo, pero interiormente abrigaba la
diáfana convicción que algún día podría volver a sumergirme en la sencilla y a
la vez sincera gentileza de una abundancia tan saludable como acogedora. Así, pues, pagadas mis cuentas, delegadas las
tareas, respondidas las objeciones, me dirigí, seguro y sin dudas, a la
aventura de recorrer, palmo a palmo, este hermoso rincón de nuestro país.
Deseoso de experiencias, tuve la idea de ir en bus
directamente al sur de la isla y desde allí, caminar hasta el norte. Como el tamaño de Chiloé es bien considerable
tenía claro que luego tendría que devolverme por el oeste que da al pacífico,
terminando mi travesía justo en el mismo lugar donde la había iniciado.
Fue allí como llegué a Q..., desde donde iniciaría un viaje inolvidable y vivificador. Premunido apenas con un mapa turístico y algunas orientaciones más o menos precisas, me puse el equipo a la espalda, me encomendé a la Virgen y me dirigí, como primera gran parada hacia Quellón, localidad tan conocida por el “Gorro de lana” canción folklórica que es ya casi un himno en la zona. Había muchos otros lugares intermedios, pero en los que sólo permanecería un día, tomando fotografías, tomando apuntes, renovando fuerzas. En las ciudades tendría tiempo para comunicarme con mis amigos y familiares, además de dar algunas sacudida a mi equipo y procurar limpieza a mi ropa. Todo lo tenía planeado.
Sobre las mil aventuras que pasé, las maravillas que vi y
las historias que escuché sabrán en otro libro aparte, que bien valen la pena
un par de gordos volúmenes. Por lo mismo
no les hablaré aquí ni del camahueto ni de la fiura; o de las bellezas enormes
que Dios ha logrado poner en nuestro mundo; árboles milenarios, animales
alegres, tempestades poderosas; o de la candidez madura de personas que no se
dañan entre ellos ni a otros. O, por
otro lado, de la ciega brutalidad de desconsiderados turistas, principalmente
nacionales, destrucción de paraderos, basura en los bosques, peleas en las
plazas. No, aquí sólo me detendré en la
más rara de mis vivencias y por lo mismo, tan única que no podría formar parte
de una relación en torno a Chiloé, antes bien como título de alguna antología
de lo increíble o lo sobrenatural.
2
Mis recorridos por Chiloé me llevaron a lugares tan
diferentes que mi memoria, aunque buena, no lo era tanto como para guardar los
numerosos nombres, pormenores, pueblos, animales, e impresiones que surgían
cada día, por lo cual, cada tarde, antes de caer el sol, me detenía en algún
sitio, ya sea una casa, un patio, o simplemente al costado de un camino, donde
ponía por escrito los acontecimientos del día.
Era un momento muy esperado, ya que lograba con ellos revivir lo
ocurrido y disfrutarlos como si me enfrentara a ellos por primera vez.
Una de las preocupaciones más típicas del mochilero es buscar un lugar
donde pasar la noche. Al principio,
infectado por las desagradables costumbres de Santiago, traté de encontrar un
sitio que podría considerar “seguro”, ojalá siempre dentro de la propiedad de
alguien. No obstante, las menos, tuve
que conformarme con instalarme junto a un paradero de buses, frente a una
escuela, o incluso, simplemente, al costado de algún camino o de la carretera. Nunca, gracias al altísimo, sufrí contrariedad
alguna, lo que me fue dando una agradable sensación de confianza, misma que
poco a poco eliminó el recelo del principio.
Fue tarde, en un lugar entre Castro y Ancud, a punto de esconderse el
sol, cuando aún no había hallado un buen rincón donde armar mi carpa, el peso
de mi equipo me estaba desgarrando la espalda, y el hambre reclamaba ser
satisfecho con punzadas inmisericordes.
De modo que caminando por la ruta, divisé por encima de grandes
arbustos, una cruz, característica de las iglesias de Chiloé. Este encuentro me animó sobremanera, pues
como soy de ser aficionado al arte religioso,
y ya que se habían declarado como patrimonio de la humanidad a las
iglesias en Chiloé, pensé que podía
matar dos pájaros con unas
sola pedrada. Mis aprensiones por no tener dónde pasar la
noche, desaparecieron de inmediato ante la fortuna de ese feliz encuentro.
Busqué entonces el camino para llegar a la construcción, mismo que ubiqué a unos metros más adelante, y por el que seguí por más de cien metros. Mientras caminaba, saqué de uno de los bolsillos de mi chaqueta una breve guía especializada en las iglesias chilotas, siendo mucha mi sorpresa y mi alegría al comprobar que esta construcción no era señalada. Apresuré el paso pensando además en las fotografías que podría sacarle. Cuando llegué hasta la construcción mi asombro fue todavía mayor, si tal cosa cabía, al comprobar que la iglesia se hallaba justo a no menos de un metro de un pequeño campo santo. Me quedé observando el panorama con una respetuosa fascinación. Las tejuelas de la capilla, ya que el tamaño no daba para iglesia comunal, se veían obliteradas por el viento y la lluvia, como toda buena construcción chilota. Un par de vidrios rotos y un añoso candado cerrando la entrada.
Me acerqué y dejé mi cargada mochila junto a la puerta debajo del
alero. La curiosidad me impulsó hacia el
cementerio, al que pude entrar sin problema, ya que la de la reja se hallaba
totalmente enmohecida. El pasto era
abundoso y grueso, y las pocas flores, ya casi secas, ni siquiera podridas, a
pesar de la constante lluvia o el abundante rocío. Entendí que me encontraba en un paraje
abandonado hacía mucho, mucho tiempo.
Eso, o la gente moría muy a lo lejos.
Como fui criado en la fe católica, me puse de rodillas e hice una
oración por las almas de todos aquellos cuyos cuerpos descansaban en aquel
lugar. Rogué a Dios por su salvación,
poniendo a María Santísima como su intercesora.
Enseguida tomé algunas fotografías, realicé unas anotaciones en mi
cuaderno, y decidí armar mi carpa a un costado de la capilla, donde el pasto
era suave el terreno plano y la posibilidad de mojarme nula, protegido por el
alero de la capilla. Una vez terminada
la instalación, y por la sacralidad del sector, opté por no encender fuego para
mi comida, sino sólo servirse algunas frutas y una barra de chocolate que aún
me quedaba. En realidad, el sueño era mi
prioridad, por lo que no dudé en dormirme casi de inmediato. La noche estaba muy silenciosa, el aire
purísimo con un fresco aroma a hierba, mi carpa tibia. Mis ojos se cerraron sin esfuerzo.
3
Me ha ocurrido muchas veces confundir el sueño con la
realidad. Me levanto, me baño, desayuno,
voy al trabajo cuando de pronto ¡paf! Despierto sobresaltado por el ruido de mi
reloj. Aún estoy en casa. Preguntando, varios amigos me han confesado
que les ha sucedido lo mismo, por lo cual espero que comprenden la sensación de
ambigüedad en la que mi conciencia se halló en los eventos que voy a referirles. Para ilustrar un poco más, tomo de ejemplo la
vieja aporía china: “Soy un hombre que suela ser escarabajo, o soy un
escarabajo que sueña ser hombre”. Las
“Noche boca a Arriba” como las llamaría Cortázar, cuando no sabes si eres el
chico del accidente que sueña ser un fugitivo azteca, o el azteca que sueña ser
el chico del accidente. Casi en sopor,
casi inconsciente, de otra manera habría perdido mi débil cordura, me enfrenté
a lo que sigue.
Casi todas las noches de Chiloé son frías o muy frías. Lo que obliga a cualquier a estar abrigado
hasta el cuello, con un buen gorro de lana protegiendo la cabeza. Pues, aunque mueva a risa, así mismo entraba
en mi saco de dormir. Por eso
comprenderán la molestia que sentí cuando afuera unos ruidos me sacaron del
sueño.
Cuando acampas lo que ocurra a fuera puede convertirse desde la más
bella fantasía hasta la más horrible de las posibilidades. Pero de todas maneras, se debe estar listo
para asomarse. Premunido de mi linterna
y un nunchaku, única arma que puedes cargar, así de mi refugio para ver qué
sucedía. El ruido en cuestión no me
preocupó tanto si no más bien me intrigó, y en efecto, mi sorpresa fue
mucha. Para empezar la capilla se
hallaba iluminada en el interior y sus puertas estaban abiertas. Una procesión que salía del cementerio iba
entrando en ella con mirada dolida y penosa.
“¡Vaya! –me dije- así que hay un entierro. Seguramente ahora los deudos apesadumbrados
van a la iglesia para la misa. Ojalá no
se enojen por haber acampado aquí. Me
cambiaré y los acompañaré en sus oraciones”.
Entre la soñolencia impuesta por el cansancio, y el deseo de asistir al
culto, venció este último. Me mudé de
ropas, tomé mi rosario y entré al templo con devota decisión ¿Por qué en ese
momento no advertí lo absurdo de toda la escena? ¿Qué velo cubría mi
conciencia? ¿Qué ángel me acompañó que ni un daño sufrió ni mi cordura ni mi
alma? ¿Cómo no me di cuenta que una celebración religiosa a esas horas era
imposible? Pero cuando eres extranjero, ni tu reloj funciona y cuando acompañas
a otros no te fijas en cosas tan pequeñas.
Entré, pues, con la correcta genuflexión y persignación en el nombre de
la Santísima Trinidad. Busqué un lugar
donde ubicarme junto a todos los presentes, que se hallaban en profunda
oración, de rodillas y sin levantarla vista.
Me sorprendió no ver el ataúd para las exequias; pero supuse que allí
los hábitos eran otros, por lo que no me sentí después mayormente
intrigado. Cuando entró el sacerdote,
todos por supuesto se pusieron de pie, para continuar la liturgia según
correspondía ¡Cuánto pesar en sus miradas! Era como si las oraciones fueran por
ellos; como si perdidos en una ínsula ignota, clamaran por sí mismos una
clemencia inalcanzable por sus propias fuerzas.
El sacerdote era moreno, de unos treinta y tantos años, extremadamente
piadoso, consciente absolutamente de los divinos misterios que por su medio
Cristo el Salvador realizaba. Sus ojos
eran oscuros, pero brillantes, sin afectación, muy sencillos, a través de los
que se podía adivinar una plegaria interna por todos los que allí
estábamos. En el instante de la
consagración, todos caímos de rodillas, y cuando se alzaron las especias
transustanciadas, pude oír el sollozo insistente de los feligreses. Era de tal soledad, como si abrojos
insospechados hubiesen crecido desde siempre en sus corazones. La voz del padre me sacó de mi impertinente
observación:
“Por Cristo, con él y en él,
A ti Dios padre Omnipotente,
En la unidad del Espíritu Santo,
Todo honor y toda gloria,
Por los siglos de los siglos, amén”.
Tal fue la fuerza de sus palabras que ni pude dejar de sentirme
conmovido; tal era la convicción en el poder y amor de Dios que mi propia alma
se turbó profundamente. No había allí
lugar para reconvenciones, condenación o sombra de gótica sevicia. Nada podía derrumbar una certeza surgida de
la experiencia más íntima. Sin embargo,
el llanto, el gemido seguía siendo el idioma de los asistentes, como una
endecha sentida y representativa.
Durante la comunión todos se acercaron al sacramento, incluso yo, y pude
percibir una levísima sonrisa en los labios del padre cuando a la declaración
“el cuerpo de Cristo”, respondí “amén” enseguida y sin dudar. Pero luego, en el
momento del saludo de la paz, me estremecí por la increíble gelidez de su mano.
Cuando terminó la misa, traté de ir a saludarlo, no obstante, uno de los
feligreses se me acercó y con señas me indicó que se iniciaba el cortejo al
cementerio, y que no podía acompañarlos.
Pensé que era lo correcto, ya que yo no pertenecía a la comitiva. Volví, pues, a mi carpa y me dormí dando
gracias a Dios.
4
Al otro día todo estaba como si nada. Ni señal siquiera del
cortejo, la eucaristía o el entierro, lo que me pareció muy extraño. Comencé a
desarmar mi carpa para luego ir al camino y preparar mi desayuno. Aquella
mañana recorrí varios kilómetros, hasta llegar a un cruce hacia Que... justo allí hay una de las más bellas iglesias
chilotas que, por suerte, estaba abierta. Pude entrar y tomar algunas
fotografías. Al principio el lugar
estaba a solas, pero minutos después apareció el cuidador quien me indicó que
si lo deseaba, podía visitar el pequeño museo en la parte trasera del templo.
-Hay aquí –me dijo- una colección interesante de libros,
ropas, instrumentos musicales muy viejos.
Son el siglo XIX, cuando llegaron las misiones por aquí. Incluso están las fotos de los párrocos hasta
el año ’50. ¿Le interesa?
-¡Por supuesto! –contesté entusiasmado- Me servirá como descanso y como
visita cultural. Por favor lléveme.
En efecto, el museo constaba apenas de habitaciones más o menos
instalados para mostrar una serie de viejos artículos. en la primera salita se podían ver viejos
libros de teología en latín; manuales de liturgia, breviarios, antiguos
clavicordios, partituras, pocas imágenes y dos o tres periódicos de principios
de siglo. En la otra sala había
fotografías de la construcción de la Iglesia, Papas, Presidentes y los
Párrocos. No poca sorpresa cuando
revisando dichos retratos me encontré con el piadoso sacerdote que oficiara la
misa la noche anterior. Pero era
imposible ya que la fecha de su estadía se afirmaba allí desde 1935 a 1948.
- Disculpe –me dirigí al encargado- pero aquí hay un
error. Yo conozco a este sacerdote. No puede ser que tenga esta fecha. Eso o estamos frente a esos extraños casos de
repetición de fisonomías en las especies.
El otro me miró frunciendo el ceño.
- ¿De dónde lo conoce? – preguntó con extraña voz.
- Bueno, lo vi anoche, en la capilla cercana al cementerio
de camino acá a uno diez kilómetros al sur.
De hecho asistí a la misa que realizó anoche.
Ante mi comentario no agregó más y con el rostro muy serio
me indicó que lo esperara. Al poco reto
volvió para invitarme el almuerzo, gesto que acepté y agradecí sinceramente.
En la mesa me contó una historia increíble:
- El sacerdote que usted vio en la fotografía, y al que vio anoche en la
capilla, son la misma persona.
- ¡Imposible! – exclamé – debería estar muerto a estas alturas.
- Déjeme contarle. El
padre del que hablamos se llamó Benito de Jesús Rivas López. Hombre de Dios hasta los huesos, considerado
por muchos de la época como un santo. Mi
abuelo lo conoció personalmente, siendo gracias a la influencia del ministro,
que salió de la masonería y se hizo seguidor de Cristo, el Salvador. Su apostolado principal fueron los
moribundos. No era extraño ver al padre
a caballo a las cuatro de la mañana, ya que a cualquier petición de los últimos
sacramentos, él corría veloz para salvar esa alma. Hacía penitencia por ellos, largos ayunos,
mortificaciones, infinitas oraciones. Sus
tres armas para combatir el pecado eran los santos sacramentos, las Escrituras
y el santo Rosario. Un día el padre
Benito recibió la orden de traslado. La
comunidad lo lloró mucho, pues sentían que en él estaba la presencia de
Dios. La única manera que lo dejaron ir
fue cuando él prometió estar siempre en espíritu con ello, y que sacrificaba su
goce en los cielos para rogar por todas las almas de los difuntos, y celebrar
con ellos la santa Misa como petición de salvación.
- Algo así como el Purgatorio –señalé.
- Más o menos. El
mundo espiritual es demasiado grande como para que podamos definirlo
claramente. Desde entonces, en
diferentes lugares, algunos han dicho que lo ven celebrando la misa a horas de
la noche, para no importunar a los vivos.
- Pero yo lo vi, estuve allí con él y todos los demás.
Habíamos terminado el almuerzo, así que me invitó a
sentarnos en una banca afuera bajo el alero.
Agradecí a la dueña de casa por su gentileza, quien sólo me sonrió.
Una vez instalados, don Juan me preguntó:
- ¿Dónde me dijo que lo vio?
- En la capilla que está cercana al cementerio, a unos
kilómetros de aquí.
- La conozco. Otra
pregunta ¿qué hizo usted cuándo llegó al cementerio?
- Pues recé una oración pidiendo por los muertos. Es una costumbre que me enseñó mi madre.
- ¡Ah! Sin duda el padre pensó que usted tenía el mismo
espíritu de amor por los difuntos, y por cómo ellos lloran por sus
pecados. Le dio el regalo de compartir
con él su labor de petición al Todopoderoso.
El relato me dejó muy impresionado y a la vez completamente
comprometido.
Esa noche llovió.
Desde la tarde amenazaba lluvia así que armé mi carpa temprano. No cené, pues el almuerzo donde don Juan, fue
tan grande que todavía me sentía satisfecho.
Mis pensamientos volaban hacia la singular capilla donde la ocasión de
conocer al Padre Benito. Pensé cómo era
posible llevar el celo por el trabajo hasta más allá de la muerte,
comprometérsela punto de posponer el descanso en el seno del Padre eterno para
acompañar a los infortunados en el Purgatorio.
Me sentí muy conmovido. Así que
tomé una decisión. Busqué mi rosario, me
acomodé en la carpa bajo las poderosas gotas que caían y dije:
-Dedico este rosario por el Padre Benito Rivas, para que
nunca desfallezca su amor al prójimo.
Todos oran por los que necesitan ayuda, pero pocos se acuerdan de los
que ayudan. ¿Qué día es hoy? Lunes:
misterios Gozosos. Primer misterio
Gozoso: La anunciación a la Santísima Virgen de la Encarnación del
Verbo...
Luego de terminar, me dormí.
El corazón tranquilo, el espíritu en paz.
El cuento me pareció de una narración entretenida, muy definida y con una clara idea de la redención. Careció de un giro drástico narrativo al estilo de Cortázar como se nos presentaba en el preámbulo.
ResponderEliminarMe gustó el cuento en especial por su fuerte catolicismo. Su introducción dentro del relato atrae bastante y responde al estilo lovecrafniano que tan amado nos es, no obstante las palabras contenidas en él no se condicen con el final del texto, puesto que auguran una historia de terror y al final el relato mismo no corresponde a dicho género. Recomiendo con humildad cambiar el sentido de la introducción misma para que no se dé esta confusión.
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