Anfitrión: Svredni Vashtar |
LA SECCIÓN
DE
SVREDNI VASHTAR
Giovanni Papini
Mi historia con “El
Juicio Universal” de Giovanni Papini se remonta a mis
visitas, desde niño, a la peluquería del señor Reyes
(de quien, debo confesar, nunca supe el nombre).
Este singular personaje, tenía en una sola
mesa, para la entretención de sus clientes,
las últimas noticias del deporte, la chica
desnuda del mes, una colección de cuentos
de Borges, unas greguerías de Ramón Gómez de
la Serna, y una que otra obrilla en
edición Quimantú, que variaba constantemente, pues
alguien siempre terminaba llevándosela. Fue allí que
me encontré con “El Juicio Universal”.
En
la espera insoportable de la peluquería (gracioso
me resulta escribirlo, pues ahora he pedido casi
todo mi otrora enrulado cabello), y por años, fui
leyendo este ladrillo maravilloso y arquetípico que me
permitió conocer a montones de personajes, reales y
ficticios, que luego me reencontré en las clases
de literatura, historia, filosofía y teología. Y como
siempre me han impactado las obras clásicas, esas donde
el lenguaje fluye desde alguna
dimensión desconocida con una fuerza telúrica que
te abofetea el mal gusto circundante, lavándote el
sentido y te pone a tomar las onces en
silencio, agradecido y humilde, como una madre
estricta y cariñosa, así mismo me sentía, y me
siento, cuando leo esta obra impactante digna, de un genio
posible solo a Papini.
La historia
de este genio de la literatura es un sinuoso viaje intelectual y espiritual, desde una convulsionada juventud telúrica y atea,
hasta una madurez religiosa pero no por eso menos fatigosa y exigente. Los biógrafos dicen que desde joven, este autor concibió la idea de una obra magna, una catedral
literaria que perdurase por siglos y que diera cuenta de la humanidad
en su esplendor y en su oscuridad, en su
casi infinita capacidad como en
su limitada naturaleza. Años le llevó completar este
logro, al punto que fue
publicada póstumamente.
Por popularidad,
mucho más conocidas son sus obras «Los
soliloquios de Belén»
sentida y deliciosa colección de
monólogos de algunos inesperados testigos del nacimiento de Cristo; «El
crepúsculo de los filósofos» donde hace
una satírica crítica a Kant,
Hegel, Comte, Schopenhauer, y otros; o incluso su disparatado «Gog»,
considerada por muchos
como su obra más lograda. Sin embargo, en lo personal, es «El
juicio universal» la que más
me ha impactado.
¿De
qué trata este hermoso libro? Imaginen que han sonado
las trompetas del Juicio Final, resucitan los
muertos de todas la épocas, y, uno a uno,
se presentan ante el Divino Tribunal. Los ángeles
exponen los casos, y, como última oportunidad, ante el nuevo
descubrimiento de la Presencia Eterna, los hombres y mujeres de todas las épocas, exponen sus razones,
defienden sus motivos o, incluso, se encierran en sus odios enconados,
en sus miedos invencibles y en sus rechazos totales. En este
contexto desfilan frente a nosotros personajes tan variopintos
que comprendes al poco andar que no requieres
seguir el orden propuesto, si no que, en cambio, puedes iniciar por
los que te parezcan más cercanos para decantar en
quizá años de lectura, por aquellos desconocidos y que
sean, tal vez, los que te proporcionen mayor entendimiento
y sabiduría.
No
tienes que leerla entera para que te guste, no
tienes que leerla de un tirón (que es así
precisamente como no se hace) para decir que lo
estás leyendo, ni tienes que concordar con todos los
juicios expuestos, para reconocer el misticismo de
intención y el realismo del lenguaje. Tengo amigos
que sólo han leído uno de sus testimonios, el
preciso, el suficiente para conmoverse hasta
las lágrimas.
Es imposible
desgarrar cualquiera de los episodios así que no me
queda más remedio
que citar completo al menos
dos ejemplos, probablemente
de los más
bellos que he
leído hasta ahora: Nietzsche y Pedro Bernardone.
Dedico
a mi amigo Miguel Acevedo el diálogo
de Nietzsche y los ángeles:
NIETZSCHE
«ÁNGEL
Muchos vieron en ti —autor temerario del Anticristo— el enemigo más corrosivo de la Cristiandad. Y, sin embargo, yo descubro todavía en tu vida y en tu alma la marca imborrable del fuego de Jesús Redentor. Dime, con aquella heroica sinceridad que fue siempre honor tuyo, si me equivoco o adivino.
NIETZSCHE
Estás en lo cierto. La muerte, como sabes, revela todo el hombre a sí mismo. Toda mi guerra contra los cristianos —no, cuidado, contra Cristo— sólo fue el rencor, la quemadura, el dolor de una atroz desilusión.
Mi alma era naturalmente cristiana. Tan profunda y espontáneamente cristiana, que no pudo encontrar su patria en ninguna de las Iglesias que se gloriaban de cristianas. La romana y la oriental eran, o me lo parecieron, hospicios recargados de estucos polvorientos y barrocos para refugio de almas somnolientas y retorcidas; la protestante era una tempestad helada, un pietismo debilitador o desvanecido. Todas y cada una de las cosas rechazaba a mi ánimo delicado y ardiente de aquellas catacumbas convertidas en caballerizas de jumentos cansados. No pude soportar el horroroso tufo y buscar a Cristo bajo aquellos enmohecidos trapajos.
Hube de
alimentar y saciar mi alma cristiana fuera del Cristianismo, recurrir a los
sucedáneos y a los facsímiles, parecer adversario de los cristianos para
permanecer fiel a Cristo, y, finalmente, para unirme al verdadero Cristo
ponerme de parte del Anticristo.
Todo mi
pensamiento fue, así, la angustiosa persecución de un Cristianismo platónico,
de un Cristianismo sin Cristo, y, a veces, me encontré combatiendo a los
cristianos en nombre de principios que hubiera podido hallar, si no hubiera
estado ciego por el asco, en el mismo Evangelio.
Mi amor fatuo
no era más que la fórmula pagana de la resignación cristiana; mi superhombre no
era más que un ideal nacido de la síntesis entre la caballería medieval y la
santidad católica; mi teoría del eterno Retorno era la subterránea revancha de
mi anhelo de resurrección y de inmortalidad; mi aspiración a la santidad y a la
fuerza correspondía al genuino Cristo de los Evangelios que da la salud a los
enfermos, la voluntad a los débiles, la vida a los cadáveres. Y, sin quererlo,
fui semejante a los ascetas estudiosos que habían constituido la gloria de la
Iglesia: hombre de la renuncia, de la pobreza, de la soledad, de la pureza, del
sacrificio alegremente soportado, de las torturas serenamente aceptadas.
También aquel
asceta buscaba desesperadamente a su Dios, un Dios conforme a su espíritu y a
su sueño. Y no advertía que lo había dejado por excesivo desdén detrás de mis
espaldas. Escogí, al fin, a Dionisos, es decir, al Dios pagano que más se
parecía a Cristo, el Dios que es sacrificado y muerto por los hombres, el Dios
que otorga el éxtasis y promete la inmortalidad a sus fieles. Pero la imagen de
Cristo se sobreponía cada vez más a la de Dionisos y en este duelo interior mi
razón fue vencida y se apagó. Los últimos, los extremos mensajes que envié a
los hombres, eran firmados ora por Dionisos, ora por el Crucificado. Apenas
llegué a unirme indeciblemente con Cristo, todos los cielos se abrieron y no
pude sostener aquella implacable alegría y en torno a mí hubo tinieblas, como
el viernes en el Gólgota. Ahora que había abrazado, por fin, después de tantos
años de espasmos, al Dios ciegamente abandonado y buscado, ¿qué necesidad tenía
ya de la inteligencia? Cuando surge el inmenso sol de los profetas, hasta el
filósofo sopla sobre la pobre lucecilla que iluminaba y consolaba su noche».
Dedico
a mi amigo Elwin Álvarez la defensa
que hace
de sí mismo Pedro Bernardone,
padre de Francisco de
Asís:
PEDRO DE
BERNARDONE
«No es necesario que repitas la acusación que de siglos y siglos acompaña a mi nombre, nombre honrado, hecho célebre a golpes de vergüenza. Fui el padre tacaño y bestial que no quería santo a su hijo. Era el medianero del diablo, el traficante avaro que tenía una bolsa en lugar de corazón y dos ducados sobre los ojos para cegarlo. Esta es la acusación, esta la calumnia
Yo, mercader
honrado en toda feria y ciudad de Italia y de Francia; yo, que todo mi amor y
mi esperanza los había puesto sobre la cabeza de mi Francisco, soy, aun después
de la muerte, la víctima de mi hijo.
Si aquí
impera justicia para todos, aun para los padres desgraciados, incluso para los
santos, quiero que también se me escuche a mí, Pedro de Bernardone, el
perseguidor de la santidad.
Caí en
errores, no en culpa. Y fueron errores de afecto, no de malicia o de
depravación. Y el primero fue tomar mujer extranjera, de otra sangre y de otro
país, la cual me dio un solo hijo, extraño para mí extraño para todos,
verdadero fruto de la extranjera.
Y el otro
error fue el de querer desmesuradamente a aquel hijo y haber satisfecho sin
reserva sus deseos y sus manías.
El mundo ha
venerado durante millares de años al hijo de mi amor, pero yo no tuve que
habérmelas, desde que le tuve cerca, con un santo y sí con un joven divertido y
jubiloso, casquivano y pródigo.
Tuve fama de
tacaño y, sin embargo, todos saben que mi Francisco fue, durante muchos años,
el joven príncipe de la juventud de Asís y no quise que le faltara nada. Mi
hijo se desposó con la pobreza después de haber hecho de anfitrión, de mecenas,
de caballero y de señor a expensas de las riquezas paternas.
Le gustaban
los vestidos adornados y hermosos y los compraba con mis ducados. Le gustaba
ostentar caballos de raza, armas de valor y con mis ducados se los procuraba.
Le gustaba invitar a los amigos, o, mejor, a sus parásitos, a cenas y a
festines, y con mis ducados convidaba espléndidamente lo mismo que un rey. Y,
cuidado, que él no ganó casi nada con su trabajo. En la tienda estaba poco o de
mala gana. Bastaba que sintiese un acorde de rabel o de arpa, o que un amigo lo
llamase, y lo veías huir fuera como un can al silbido, y no lo volvías a ver en
toda la tarde y toda la noche.
Yo, que
trabajé y di sin hacerme rogar, tengo eterna fama de avaro; mi hijo, que se
hizo el grande con mis sudores y despilfarró locamente mi dinero mientras vivió
en mi casa, fue considerado por todos el caballero de la pobreza y de la
caridad.
Y es verdad
que en determinado momento le vino, entre otras cosas, la manía de hacer
grandes limosnas a los pobres, pero siempre, cuidado, con dineros fatigosa y
peligrosamente lucrados por mí. Nunca he pensado que socorrer a los pobres sea
vicio, pero quisiera saber cómo harían los santos para practicar la caridad si
no hubiese gente que trabaja, vende y ahorra. A mi hijo, por lo que parece, le
vino la vocación de hacer de mendicante, pero para pedir es también necesario
que haya gente que posea, gente que se esfuerza para reunir unos pocos bienes,
gente rica que puede dar lo superfluo. Si todos hubiesen sido mendicantes, ¿a
qué puerta habría podido llamar y obtener pan y moneda? Si todos los hombres
hubiesen sido santos, gente que camina, canta, reza y predica, ¿quién habría
sembrado el grano, quién habría construido las casas, quién habría hilado y
tejido la lana?
Los
seguidores de mi hijo vestían, en el peor de los casos, una túnica de mendigos,
pero aun para aquellas túnicas se necesita paño, y se requiere quien lo haga, o
quien lo transporte, quien lo venda. Mi Francesco despreciaba, en su corazón,
mi arte no espiritual, y, sin embargo, sus herederos, sus escolares, sus
frailes, siempre han tenido que recurrir a los mercaderes de paño, como yo era,
si querían ponerse algo encima para huir del frío y de la vergüenza.
Sin embargo,
para saciar a los hambrientos eran asimismo necesarios campesinos y carniceros.
Más para ayudar a los enfermos y encarcelados, eran también necesarios quienes
batían monedas y quienes honestamente las hacían fructificar. Más para vestir a
los desnudos, eran también necesarios cardadores y tejedores y mercaderes de
paños.
Y estos
desnudos me recuerdan la última ofensa que recibí de mi hijo delante del Obispo
y del pueblo de Asís. Yo le había proporcionado durante veinticinco años
seguidos vestidos, capotes, capas, armaduras y cabalgaduras de lujo y de pompa,
y, además, millares de ducados para solaz suyo y de sus amigos, para sus
viajes, para sus caprichos, para sus limosnas. Y él, por toda recompensa, me
hizo la afrenta de mostrarse desnudo delante de todos, de arrojarme a la cara la
envoltura del vestido roto y sucio, y con ello devolverme todo lo que de mí
había recibido y de quedar en paz conmigo y de renegar de mí, incluso, como
padre, Renegar de aquel que no sólo le había dado la vida, sino que libremente
había subvenido durante cinco lustros a sus necesidades y, sobre todo, de sus
vanos y mundanos placeres.
Si él era
verdaderamente llamado por Dios a cambiar las almas y volverlas al Evangelio,
¿por qué no comenzó la obra santa con su padre, con el padre que tanto le había
amado? Si yo me entristecía y avergonzaba de su nueva locura, ¿por qué no
intentó hacerme comprender la verdad que tenía en el corazón, en vez de
separarse de mí con tan escandalosa altivez? Si yo lo reputaba loco, como todos
lo consideraban y llamaban en la ciudad, ¿por qué no intentó mostrarme con
dulzura que el loco era yo y el verdadero sabio él? ¿Por qué, en definitiva,
aquel a quien Cristo llamaba para salvar las almas no quiso hacer nada para
salvar el alma de su padre ciego que por su amor venció a la avaricia y olvidó
la prudencia?
Y no
obstante, lo amaba, quizá lo amaba mal, pero lo amaba demasiado. Sí, lo amé, lo amé sin comprenderlo. Durante más de veinte años
había sido mi orgullo y toda mi esperanza. Quería que sobresaliese y luciese
como los nobles, que fuese el primero de la ciudad, que se hiciese doctor o
caballero o mercader, lo que le hubiese gustado, con tal de que hiciese honor a
mi nombre y a mi casa. Amé siempre a aquel hijo que ya no había de ser mío, lo
amé tierna y desesperadamente y no podía tolerar ningún rival en su corazón, ni
siquiera a Dios. Pero siempre lo he amado, siempre, y también siento que lo amo
ahora como cuando era niño y yo volvía de viajes lejanos y la primera alegría
del retorno era estrecharlo fuertemente contra el pecho, apenas entrado en
casa, y bañar su rostro con mis besos y alguna lágrima. Y también el último
día, cuando renegó de mí, no recogí aquel envoltorio de paños por avaricia,
pues eran ya andrajos para la basura, sino para tener todavía algo que había sido
suyo y que había cubierto su cuerpo.
¿Por qué no
intentó, pues, iluminar antes que a los demás al padre ciego, convertir al
padre celoso, calmar al padre herido?
No puedo
olvidar que era mi hijo, el primogénito de mi amor, el predilecto de mi alma, y
pienso que en su santidad tiene que haber quedado un reflejo mío; poco, apenas
un átomo, una sombra de mi ser, pero, en definitiva, algo que un día formó
parte de mí.
Quizás haya
todavía un resto de orgullo y de celos en mi amor hacia él, y me da vergüenza
de ello. Compadezco mis amargas palabras.
Quería que fuese enteramente para mí; ésta fue mi culpa. Dios quiso, por el contrario, que fuese todo para los hombres, Y me pareció haber sido defraudado de una propiedad mía legítima y no lo comprendí y me revelé. Pero ¿por qué no quiso salvarme a mí también? Perdonó a todos, aun a los ladrones, aun a los lobos, y ¿no querrá tener piedad también de su padre?
Todos los
hombres adoran y aman o, por lo menos, admiran a mi hijo. También yo me
arrodillo ante él y a él me encomiendo. Perdone ya la soberbia y la ira del que
fue su padre según la carne y obtenga también para mí el perdón del Padre más verdadero
que está en los cielos».
Por
último, dedico la defensa
de Lais, a todas
las mujeres que, siendo víctimas
de su belleza, solo hallaron sufrimiento
en el amor, y buscaron cobijo en el
deseo y adulación de los hombres:
LAIS
«Ángel
Tu maravillosa belleza fue incentivo para la lujuria ajena; tu cuerpo perfecto, estatua viva vendible para todos; tu misma alma inmortal se prostituyó por algunos pedazos de oro. De los dones divinos que Dios te otorgó hiciste comercio y mercado. ¿De qué te servirá, ahora, tu hermosura y tu riqueza?
LAIS
Extrañas e increíbles, joven dios, llegan hasta mí tus palabras. Bien advierto que este mundo nuevo está hecho al contrario de aquel en que viví. ¿Qué enemigo de los hombres lo ha trastornado tan neciamente?
Sepas que en
Grecia, en el siglo que vio mis victorias, nadie habría osado reprocharme lo
que tú me reprochas con palabras tan estúpidas. Todo hombre, aun el más sabio y
poderoso, honraba a mis iguales como naturales ornamentos de la ciudad y de la
vida. ¿No sabes que los hombres estaban creados de modo que no pudiesen
prescindir de los placeres de Eros? ¿No sabes que la belleza redoblaba el goce
de la unión amorosa? ¿No sabes que hasta los Dioses inmortales habían bajado a
la tierra para unirse a las más bellas de las mujeres mortales?
¿Era, acaso,
culpa mía si fui considerada la mujer más bella de mi tiempo y si fui admirada,
deseada, buscada por cuantos varones rectos había entonces en Grecia?
¿Por qué,
pues, hubiera debido negarme a dispensar el placer que era para mí alegría de
la carne, triunfo del orgullo, aumento de ofertas y donaciones? ¿Hubiera debido
encerrarme en la sombra de un gineceo donde mi belleza se hubiera ajado antes
de tiempo, oscuramente marchita por los trabajos de la casa y de la maternidad?
¿No hubiera
sido otra forma de avaricia más irracional? ¿No hubiera, quizá, disminuido
injustamente el patrimonio de la felicidad humana, ya tan escaso y
continuamente amenazado por la desventura? Y frente a la sobrehumana
voluptuosidad que encontraban junto a mí, ¿qué eran luego aquellas joyas y
aquellas monedas que me entregaban en cambio, sino pedazos de frío metal?
Yo les daba
un cálido anticipo de éxtasis, les daba la más deseada felicidad, les daba algo
de mi vida. Eran mis amigos los que ganaban en el cambio, no yo. Cualquiera que
fuese lo que me dieran, los deudores eran siempre mis amigos.
Tenía mi
compensación de otra manera. A toda mujer le complacía inmensamente agradar aun
a los plebeyos, aun a los viejos, aun a los deformes. Y yo no era admirada y
deseada sólo por los que vivían cerca de mí, sino por toda Grecia y por todo el
Oriente, aun de los que sólo me conocían por la fama. Y de todas partes, de las
más remotas y bárbaras ciudades acudían a Corinto sólo para verme, sólo para
abrazarme una vez. Mi casa no estaba asediada por jóvenes ociosos o por gente
oscura. Venían a mí los poetas más admirados, los estrategas todavía bronceados
por el sol de las batallas, los graves magistrados de cabelleras ya blanqueantes,
los oradores que dominaban con la palabra a los pueblos y hasta los filósofos
austeros que a sus discípulos les indicaban el sumo bien en la virtud. Todos
aquellos que conocían los secretos de los dioses, que eran dueños de la vida y
de la muerte de los ciudadanos, que indagaban los misterios de los cielos y de
las almas, los vi todo humildes y suplicantes a mis pies, los vi todo
delirantes entre mis brazos. Y aquel espectáculo daba a mi orgullo un placer
mucho más subido que a ellos les diera mi cuerpo. ¿Qué mayor victoria podía
embriagar a una mujer? ¿Quién hubiera tenido fuerzas para evitar aquel perpetuo
triunfo? ¿No era, acaso, más reverenciada y obedecida que una reina? ¿No era,
acaso, adorada y colmada de ofrendas votivas lo mismo que una diosa del Olimpo?
Mi reino era más extenso que la misma Hélade, mis devotos eran una multitud
inmensa, capaz de poner celosa a la misma Afrodita.
Si crees que
distribuía felicidad por ansia de lucro te engañas. También yo tenía un corazón
y fue mi pérdida. La envidia de la diosa de Chipre me hizo caer en la trampa.
Me enamoré de un joven amante y despedí a todos los demás. Y como una turba
inquieta me perseguía, como si hubiese traicionado a un pueblo entero; hui
secretamente de Corinto y seguí al amado hasta la salvaje Tesalia. Pero fueron
breves la liberación y la paz. Las bárbaras mujeres de aquel bárbaro país se
sintieron celosas de mi belleza y mi elegancia, tan furiosamente celosas que
deseaban mi muerte. Una manada de locas me sorprendió un día en el templo de
Afrodita.
Aquellas
mujeres, como bestias enfurecidas, me rodearon, me ataron, me lapidaron y
destrozaron mi cuerpo después de haberme matado. La primera y única vez que
intente vivir honestamente, a manera de esposa, con un solo hombre, fui horrendamente
castigada. Los dioses mostraron claramente que condenaban mi deserción. Todos
me deseaban y yo quise ser de un hombre sólo. Esto, a los ojos de los dioses,
fue culpa. Y si de veras fue culpa, ¿no fue horrenda la expiación?
¿Qué quieres,
por lo tanto, de mí? ¿Te atreverás a castigarme y torturarme por haber
dispensado alegría, por haber suspendido durante algunas horas la infinita
tristeza y miseria de los hombres?
Si el Dios
superior a ti es Aquel —como oigo decir— que libró de las piedras a la adúltera
y aceptó los perfumes de la meretriz, estoy cierta de que será menos severo que
tú. Él comprendió mejor que todos a la mujer y tuvo piedad de ella, y quizá
también acoja a Lais en su
banquete.»
Sin duda, se trata de
un texto altamente recomendable.
Para descargar el texto pinche aquí
Querido Mauricio este ha sido quizás uno de los post más largos que he leído, es interesante como introduces al lector al libro de Giovanni Papini desde una vivencia de peluquería hasta los profundos y espirituales textos del libro. Personalmente nunca he leído algún libro de Papini, si a través de otros escritores que lo citan tengo referencias como Jean Maritain por ejemplo y se que es un escritor profundo y reflexivo de pluma ágil y espiritual, quizás si Dios me da vida en algún momento lo leere con el placer que plasmas para exponerlo, como comentario a parte interesante las dos dedicatorias, al hueso y sin más
ResponderEliminarEstimado, lo cierto es que el buen Giovanni tiene unas joyas que desgraciadamente se han perdido entre las innúmeras publicaciones de los baales de turno, mediáticos pigmeos que son ensalzados por las editoriales mercenarias que solo sobrevivien gracias al mal gusto y la ignorancia de los lectores, si es que los hay.
EliminarEspero que puedas disfrutar de algún libro de Papini, te recomiendo comenzar por Gog.
Por cierto que lo voy a leer, si debo mencionar un punto que no estoy de a acuerdo con Papini y es la interpretación muy cristiana de Zaratustra, yo comprendo que esta en el contexto del arte y es una construcción idealista, yo creo que nuestro buen Nietzsche tenía alguna reflexión sobre la decadencia de occidente y que deseaba enderezar las cosas, pero parece que las enchueco más, pero bien de todos modos por Papini y por el grande de Nietzsche que Dios lo tenga en su gloria, finalmente su gran deseo era hacer algo bueno
EliminarAmigo Astarajael, conocía a Papini hacía tiempo, pero debo confesar que lo descubrí gracias a ti.
ResponderEliminarInteresante el segmento que me dedicas. El Zaratustra se quedó hace años en mi corazón.
Saludos.
Este es eltercer mensaje que dejo, los otros se borraron por arte y gracia de no sé qué. Bueno, resumo que puedes iniciarte en Papini escuchando en youtube los bellísimos «Soliloquios de Belén» con la voz del querido Lorenz Young. De ahí te saltas a «Gog» y puedes pasar a los escritos sesudos pero igual de entretenidos como «El crepúsculo de los filósofos».
EliminarPaz y éxito