Anfitrión:Doctor Mortis |
La Selección
del
Siniestro Doctor Mortis
Yo, Mortis, traigo para ustedes un relato original de un colaborador de esta sección.
¿Qué culturas extrañas y hasta humosas se esconden en las grietas y recovecos del sinuoso río Mapocho? ¿Qué palabras pueden sustentar tanta oscura fidelidad, tanta esperanza enferma? Espero el siguiente relato sea de su agrado.
EL ESCORPIÓN Y LA RATA
1
Hace tiempo, cuando era un sabelotodo
universitario, me decidí hacer para mi clase de sociología, un estudio sobre
los extraños mensajes que se pueden notar en los diques del río Mapocho, a la
altura de la Quinta Normal. Extraño tema sin duda, más aún, ya que al parecer
yo era el único que los había notado. Mis compañeros y profesores jamás habían
reparado en ellos. Por un lado me pareció muy conveniente, pues tenía la
ocasión de averiguar sobre un tema del que nadie había tratado. Tenía delante
de mí la oportunidad de hacer historia ya desde estudiante. Pero también me asustaba acercarme a lo desconocido. Luego
de algunas dilaciones, pretextos y falsas responsabilidades, mi ambición pudo
más y me lancé a esta búsqueda de aquellos verdaderos “misterios urbanos”.
Cada
cultura, cada población tiene sus propios mitología. Esto constituye una
constante en la naturaleza humana al momento de dar explicaciones a fenómenos
que no tenemos ni más ni menos ganas de averiguar. No pocas veces, el
“monstruo” legendario con el que nos topamos no pasa de ser la locura de un
borracho aumentada por la aburrida imaginación de los lugareños, o con la
espantosa realidad de muertes y venganzas, que es necesario dar una motivación
sobrenatural para no aceptar que todo el despliegue de terror y demencia, tiene
exclusivamente su origen en la naturaleza humana. Lo que por mi parte encontré buscando en el
río no fue peor, pero sí muy perturbador.
Los
mensajes a los que me refiero eran raras rúbricas que fueron evolucionando al
paso de los años. Desde muy niño, cada vez que visitaba a una querida y gentil
tía, la movilización se daba un amplio recorrido junto al Mapocho. Me percaté
cómo los colores de las leyendas cambiaban. Las letras se distinguían, los
materiales, incluso, me daba cuenta, no eran los mismos. Avanzaban en calidad
según mejoraba las posibilidades del mismo mercado donde, sin duda, se
conseguían los insumos para escribirlos. En efecto, al principio eran simples
símbolos, muy grandes, pintados seguramente con cal. Luego se hicieron más
específicos, representando formas de animales. Cambió el material, al óleo, sin
duda, porque la pintura resistía la lluvia y a veces hasta las subidas del río
santiaguino. Ahora son claros graffiti, con inscripciones y acertijos de
hermético significado. Si el artista no era el mismo, sí lo era el contenido.
Por ejemplo, cuando apenas tenía doce años, la inscripción que más me
estremeció fue:
“Beberemos de
sus lágrimas
Lavaremos
nuestras alas con su sangre.
Coman y beban
Que mañana los
haremos morir”.
Entonces nadie me supo dar una respuesta
satisfactoria, o por lo menos seria.
Recuerdo lo que dijo mi abuela:
- No se
preocupe por eso, m’hijito, si son los comunistas.
Mi madre,
también consultada, se fijó también en algún momento de su juventud ya que no
pudo más que decirme:
- Son los
coléricos.
Algunos
que he consultado estos últimos días, con la misma indiferencia, han llegado a
decir:
-
Pero si son los de “La Garra Blanca” haciéndose los agresivos con “Los de
Abajo”.
En fin,
me las arreglé para encontrar el origen de los mensajes. Pasé tres noches muy
complicadas, haciéndole el quite a los vendedores de droga, a los travestis y a
los asaltantes, hasta que pude hallar una verdadera pesadilla hecha realidad.
Una cultura dentro de la que no tenía lugar, por supuesto, pero con la que pude
comunicarme, que compartieran su historia. Luego, se perdieron para siempre en
la oscuridad insistente de los puentes y los diques del Mapocho.
2
¿Cómo
los conocí? Puedo asegurarles que no fui yo, más bien ellos quienes me
encontraron. Y ellos accedieron a darse a conocer. Entienden demasiado bien el
río como para ser vistos, olidos, o siquiera presentidos.
Recuerdo
muy bien que fue, como ya he dicho, la tercera noche de mi búsqueda. Estaba de
pie mirando una de las inscripciones, fumando mi cuarto cigarrillo, como a eso
de las tres de la mañana, cuando uno de ellos, muy pequeño, se me acercó sin que lo pudiera en lo más
mínimo escuchar.
-
¿Eres tú “él”?- me preguntó erguido, sin miedo, con una mirada tan sencilla
como pertinaz. No podría describirlo, apenas como de ocho años, muy delgado, y
totalmente cubierto de barro seco. Dado
mi silencio volvió a preguntarme - ¿Eres tú “él”?
- Me
temo que no-respondí sinceramente.
-
Trato de averiguar quién ha hecho estas inscripciones y qué significan.
El
niño me miró con algo semejante a la mezcla que podría resultar entre pena y
desprecio.
-
Tienes razón, no eres él. De serlo sabrías perfectamente de qué se trata.
De
inmediato me sorprendió el exacto lenguaje del chico
- ¿Tú
sabes lo que estos dichos quieren decir?
-
¡Por supuesto que lo sé! Yo mismo ayudé a escribirlos. Todos aquí sabemos su
oculto mensaje. Desde chicos que el Hermano nos enseña. Nos dice que debemos
ser mejores que los de la ciudad. Como hijos del río debemos ser más que
ustedes. – Hizo una pausa y se me quedó
mirando con más detención- Pero parece que tú eres diferente a los hijos de la
ciudad. Has sabido ver. Tal vez sea mejor que te lleve con el Hermano. No temas.
Él responderá tus preguntas.
La autoridad
con la que habló el chico me hizo
seguirlo sin el menor titubeo.
Caminamos
por varios minutos por la cuenca del Mapocho. Es increíble la cantidad de
sitios extraños que uno puede encontrar justo ahí, al lado mismo de tu casa. Es
sorprendente que verdaderas culturas, con una complejidad insospechada puedan
formarse en la precariedad de esas condiciones. Sin ir más lejos, cuando ya nos
quedaba poco para llegar, según me lo hizo saber Juan, que así se llamaba mi
guía, pude ver unas fogatas que recorrían por casi medio kilómetro la orilla
norte del río.
-
¿Qué es eso, Juan? –le pregunté.
- No
te acerques a ellos. Ni ahora ni nunca. Son los parásitos, lo último de tu
raza, hijo de la ciudad. Se han formado de la más baja especie. No tienen
nombres, ni líder, ni sentido. Sólo comen y duermen. Hace tiempo que dejaron de ser incluso
humanos. No te acerques nunca a ellos. Ni siquiera los mires.
Y así
lo hice.
Por
fortuna para mis cansados pies y mi inadaptado cuerpo, llegamos a la, digamos, aldea de Juan. Allí fue recibido con
mucha frialdad. Eran niños de diversas edades, de diversos aspectos y con una
mirada tan insolentemente superior como la de mi guía. Era una organización a
la orilla del río, cualquiera, de lejos, los habría confundido con niños exploradores de campamento.
No
pude ingresar al grupo. Juan me dejó, diríamos, afuera, mientras se comunicaba
con el Hermano. Al cabo de unos minutos
me hizo señales para que me acercara. Se encendió una fogata, se pusieron
alrededor de ella, me invitaron, a sentarme con ellos. El jefe del grupo
no era más que otro chiquillo como de
trece años. Se sentó sobre un cajón de
tomates desde donde me habló:
-
Juan dice que tú sabes ver ¿Qué quieres?
-
Deseo conocer el significado de las inscripciones que hay en los diques del
Mapocho.
-Te
refieres al río. Más respeto cuando hablas de padre de alguien.
Todos
murmuraron, pero ante los gestos del líder, guardaron silencio.
-
Sólo porque has visto has creído en nosotros. Dijiste “hay sombra en torno a la
luz, debe haber un cuerpo que la resista”. Y olvidándote de la luz, buscaste en
la sombra. Y allí, precisamente nos hallaste.
¿Quieres saber? Yo te contaré. No temo decirte, pues nadie podrá
escuchar, excepto quien nos busque. Y nadie nos verá, excepto quien sepa ver.
3
Los
niños se prepararon para escuchar. Yo también. Y la verdad es que lo que me
contaron los niños fue muy, muy extraño. Trataré de reproducirlo como ellos
mismos me lo hicieron saber y también de cómo me lo hicieron sentir. Desde ya
les aseguro que han dejado una increíble huella en mi corazón.
- “Cuando lo
que tú llamas Mapocho era sólo un río, cuando era libre, nosotros, los
antiguos, vivíamos de su bondad y la de la ciudad y sus hijos. Todo lo que para
ellos era desperdicio, para nosotros era alimento, rica comida. Las lluvias
nunca nos mojaron, el río nunca nos llevó, el calor nunca nos secó. Éramos
amigos de todos, porque habíamos renunciado a la ciudad. Estábamos solos,
porque la soledad era nuestra fuerza. Nuestra fortaleza era que no teníamos
ninguno de los vicios, ni oficios ni beneficios de la ciudad. Éramos solamente
el río y nosotros. Nosotros
salimos del río, desde siempre el río estuvo aquí, así que desde siempre nos
hemos visto aquí. Teníamos lo que necesitábamos. El río nos lo daba. El río era
nuestro amoroso padre.
Pero un día el
río cambió, la ciudad cambió. El cielo cambió. El aire cambió y, por desgracia,
nosotros también cambiamos, aunque no queríamos cambiar. El río se hizo negro.
La ciudad atrapó al río en una casa de piedra. Nosotros tratamos de luchar, de
liberar al río, muchos hombres de la
ciudad murieron; hoy día están olvidados, todos están olvidados. Y nosotros los
recordaremos con burla y con risas, porque fue en esa lucha cuando conocidos la
potencia de nuestras manos. Trataron de cazarnos, como si fuéramos animales,
como al perro, o al pájaro. El río nos escondía en sus oscuras aguas, así
huimos, y así sobrevivimos.
No
obstante, ya no traía alimento el río. Como la ciudad no pudo atraparnos,
hicieron la guerra directamente contra nuestro padre. Sus aguas, antes
sanadoras, ahora enfermaban, muchos murieron. El río enfermó, nosotros
enfermamos. La ciudad parecía haber ganado. Muchos tuvimos que salir del río y
aparecer en la ciudad; algunos nunca volvieron, fueron convencidos por la
muerte. Les nubló la razón la terquedad de la piedra que envuelve toda la
ciudad. La ciudad está muerta y no lo sabe. Algunos fueron apresados, fueron
llevados a escuelas, a cárceles, a hospitales, lugares tristes de obediencia,
lugares sin voz, sin luz. Nunca más se supo de ellos.
Las
lluvias y el calor empezaron a vencernos.
No contábamos con la protección del río. El río estaba muerto, vivo,
pero muerto. No podíamos ya confiar en el río. Quedábamos pocos, no más de
cien, nosotros que llegamos a quinientos, ahora apenas podíamos abrigarnos, no
podíamos reconocernos.
Moríamos,
y nadie tomaba nuestro lugar. Las orillas estaban vacías, el canto ya no subía
hasta la madre luna. Deseábamos volver a nuestro primer hogar. Pero madre luna
ya estaba lejos, muy lejos. El padre río estaba muerto. Y nosotros también
moríamos. La ciudad nos llamaba con sus ruidosas canciones, no embrujaba con
sus luces muertas, nos obligaba a acercarnos cada día un poco más, porque el
hambre y el frío eran mucho, y. nosotros ya no éramos muchos. Nos quedábamos
mudos, mirándonos unos a otros; algunos lloraban, otros se dormían porque no
querían oír. Otros pensábamos ¿qué sucederá? Era muy difícil, muy doloroso
¿Habría ganado la ciudad?
Entonces
llegó él.
4
Apareció
cuando la lluvia nos tenía al borde de la extinción. Ese año fue especialmente
cruel. El río, sin embargo, parecía revivir a momentos. Y estábamos siempre
allí, esperando a ver si lograba deshacerse de la peste que la ciudad le había
contagiado. Sin embargo, la cárcel era eficaz, la piedra era demasiado dura,
insensible. No había manera de curarlo o de liberarlo.
Él
nos enseñó cómo vivir. No era de nosotros, pero vino a nosotros. Salió de la
ciudad, pero no era de la ciudad. Traía el conocimiento de la ciudad y lo
compartió con nosotros. No tuvimos que huir, ni traicionar al río. ¡Ah, cuánta
fuerza había en su palabra! ¡Cuánta decisión en sus acciones! Él nos dijo que
no debíamos caer en la tristeza, que nuestro destino era seguir el infinito
cauce del río. Nos abrió nuevas rutas sin apartarnos de nuestra tradición. Fue
capaz de hacer que tomáramos lo nuestro y lo lleváramos a otros lados.
Sus ojos tenían
el brillo de una sensatez demasiado loca para ser descubierta; tenía una mirada
profunda, irresistible, totalmente lúcida. Ese brillo nos convenció y decidimos
escucharlo. Y al escucharlo, aprendimos de él muchas cosas. Sus palabras nos
recordaron al antiguo río, cuando éste fluía libre, fuerte, sano, transparente
hacia el más allá de las montañas. Él nos habló de poder. De un poder novedoso,
importante, más resistente que el de las armas; uno que se asienta en la
ignorancia de la ciudad y de sus hijos. Nos enseñó a ser invisibles, a estar
ahí sin ser notados. A ser parte de todo, y tan del todo, que nadie puede
recordarnos exactamente. Estábamos en la lluvia, y no éramos lluvia; aparecimos
en el parque, pero no éramos el parque; podíamos entrar en las casas, pero no
éramos las casas. Podíamos estar en todos lados, pero no éramos del todo.
Porque nuestra miseria nos expulsaba de la memoria, nos anulaba de los ojos,
oídos y manos de la ciudad. Allí estábamos, comiendo su basura, oliendo su suciedad,
devorando a sus animales. Nosotros estábamos allí, sin ser de allí.
Él
nos dijo que la ciudad estaba condenada a desaparecer. Tarde o temprano se
terminaría absorbiendo a sí misma, anulando a sí misma. Y ya que nosotros no
éramos de la ciudad, sobreviviríamos a todo el horror de su propia destrucción.
Nos advirtió que muchos de nosotros tal vez moriríamos en semejante cataclismo,
no obstante, la mayoría, y otros más, tomaríamos nuestro lugar en la tierra
como hijos del río. Porque el río siempre triunfaría. Aunque ahora no brille,
no cante, no sueñe.
Él
nos enseñó una canción. Debíamos enseñarla a los nuevos, porque no teníamos más
fuerza que ser capaces de dar a otros lo que teníamos. Una canción llena de una
sombría verdad. Cuando la cantamos un fuego repleto de infinito remece el
sérico fondo de nuestro espíritu. Ahora la compartiremos contigo.
Y por
primera vez, alguien que no era hijo del río escuchó el himno de esta cultura
misteriosa y escondida:
“En medio de
la tiniebla
Caminando
sobre el agua,
En el
instante preciso
Que se besan noche y alba
Despiertan los
vivos ojos
Allí se encuentran
de nuevo
Luz y sombra,
cara a cara,
Allí
despiertan de nuevo
El escorpión y
la rata.
No temas a los
rincones
Que los vence
tu palabra;
No temas a su
reflejo
Tu sombra los
desbarata.
Tus manos
tienen la fuerza,
El filo de
gruesa de espada;
Tus ojos
tienen la ira
Del escorpión
y la rata.
De nosotros,
nunca supo
La ciudad que
se arrebata;
Pues nosotros
no bebimos
De sus
lágrimas amargas;
La ciudad no
nos asusta,
Su veneno ya
no mata;
Tenemos la
fortaleza
Del escorpión
y la rata.
¡Ven, ciudad,
porque tu sangre
Limpia
nuestras nobles alas!
¡Ven, porque
tu justo llanto
Nuestra justa
sed apaga!
Hemos vencido
en la lucha,
No hemos
perdido la calma;
Hemos seguido
el ejemplo
Del escorpión
y la rata
Todos callaron. Una
tristeza valerosa surgía de ese acto de soberbia infinita sobre un enemigo
aparente mucho más fuerte.
El Hermano prosiguió con su relato:
-Entonces él
partió. Dijo que algún regresaría, antes de la muerte de la ciudad. Por eso
cuando Juan te vio interesado en nuestros mensajes, pensó que eras él. Sabemos
que nos vigila, que nos prueba. Los mensajes son una forma para hacerle ver que
sus enseñanzas están profundamente arraigadas en nuestro corazón. Y que no hemos
perdido absolutamente nada de la fuerza que alguna vez nos transmitió. Por eso
conservamos sus palabras, su forma de hablar, la oscuridad de sus relatos en
nuestros oídos llenos de ansiosa necesidad.
Luego
se despidieron de mí, Juan me llevó de nuevo al lugar donde lo encontré. No
aceptó ni dinero ni comida, sólo las gracias.
Está
claro que nunca más supe de ellos. Yo mismo a nadie le he hablado de esto, y
por cierto, no presenté el trabajo en la universidad.
Por
ahora su amargura tan arraigada pelea siempre con mi mediocridad burguesa.
Ellos, allí, se han ganado un lugar gracias a una esperanza tan imposible como
la que puede despertar cualquier religión. Pero tienen una profecía, una
palabra que les fue dicha y que ellos han creído. No sé hace cuánto tiempo él
vino a ellos, pero creo que las generaciones que se han sucedido van más allá
de las que me atrevo a imaginar. Lo único que tengo claro es que estoy perdido
en una ciudad cuya destrucción está vaticinada, y cuya naturaleza es
esencialmente perversa. Han pasado algunos años y no tengo mayores claridades.
Sólo sé… que los mensajes, siguen ahí.
¡Espectacular el cuento, compadre! No sabes cómo me atrapó desde el principio y lo único que deseaba era saber cuál era el misterio detrás de todo. Está muy bien escrito y narrado de una manera tal, que se lee de un tirón. Las palabras se me hacen pocas para expresar mi admiración; lo único que te puedo decir, es que me lo imagino en formato de cómic y sería genial, lo mismo que compilado en un libro de bella edición, junto a otros cuentos de similar calibre.
ResponderEliminarMuchas Gracias, amigo mío, ya sabes que tu opinión es muy importante para mí, además que eres un asiduo visitante de este lugar misterioso que es la Quinta Anormal. ¡Solo Dios sabe qué nos depara el futuro! Espero aumentar la calidad en las siguientes entregas.
EliminarHasta pronto.
Excelente relato, mi estimado amigo. No sabes cómo se conecta con mi actual estado de ánimo y mi relación de amor y odio, más odio últimamente, con esta ciudad. Para mi, tu cuento es de terror cósmico. Un abrazo!
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